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Quiero saber más de ese señor tan raro que fue mi padre. Texto y fotos: Salvador Perches Galván.



Desde tiempos inmemoriales, los conflictos generados entre hijas y sus progenitoras han sido la mejor materia prima para dramaturgos, guionistas, escritores, ensayistas y hasta psicólogos para nutrir con su creatividad, investigación e ingenio, material de lectura, de análisis y de drama.

El mejor ejemplo es el feroz enfrentamiento entre Electra y Clitemnestra.

Electra es un personaje de la mitología griega que ha transcendido en nuestra cultura no sólo gracias a las obras de Homero, Esquilo, Sófocles y Eurípides. Su tragedia fue retomada por la psicología en el siglo XX y presentada como la contrapartida femenina de Edipo, pues sus acciones se asemejan, aunque no sus fines ni destinos.

Homero describe a Electra como la hija de Agamenón, rey de Micenas, y Clitemnestra, hermana de Helena. Antes de partir hacia la Guerra de Troya, Agamenón ofreció en sacrificio a su pequeña hija Ifigenia para que el viento soplara y sus naves pudieran zarpar, su esposa Clitemnestra jamás se lo perdonó.

De regreso a Micenas, el poderoso rey vencedor arribó en la región de Argólida, donde fue recibido por Egisto, quien durante esa década de ausencia ya había seducido a Clitemnestra y conjurado una venganza. Preparó un banquete de bienvenida y con la ayuda de su amante dio muerte al rey.

Electra, ausente durante el regreso y asesinato de su padre, al descubrir la traición de su madre, un rotundo e incontrolable odio creció en ella, al igual que la sed de venganza. Pero no fue hasta que su hermano Orestes regresó que pudo planear la muerte. Los jóvenes hermanos llevaron a cabo la venganza asesinando al impostor Egisto y a la pérfida madre.

El amor incondicional por su padre y el odio hacia su madre hicieron de Electra una figura retomada y reinventada. El psicólogo Carl Gustav Jung, discípulo de Freud, utilizó el mito para simbolizar la fijación afectiva de la niña en la figura del padre y la competencia con la madre.

Por supuesto que en la escena mexicana hemos visto mas de una vez esta tragedia helénica, a ella, y ya en tiempos contemporáneos, hemos atestiguado otros dramas filiales.

Ejemplo imperecedero de difíciles relaciones filiales lo constituye, sin duda alguna La casa de Bernarda Alba, del enorme Federico García Lorca, obra que se centra en la tiranía moral y la represión sexual que Bernarda ejerce sobre sus hijas, imponiéndoles 8 años de aislamiento, llevando hasta lo irracional las convenciones sociales sobre el luto. La aparición de Pepe el Romano, dispuesto a casarse con la hija mayor, Angustias, desencadena el conflicto. Todas las hijas, a excepción de la menor, Adela, aceptan las disposiciones de su madre. Adela será el personaje rebelde, típico de Lorca, en el que se presenta la oposición entre la autoridad y el deseo. La obra, visita periódicamente escenarios mexicanos.

A mediados de la década de 1960, Paul Zindel escribió El efecto de los rayos gamma sobre las caléndulas, que cuenta la historia de Tillie, una adolescente asfixiada por su madre y una hermana que sufre de epilepsia. Tillie encuentra la esperanza de su vida cuando expone las caléndulas a la radiación para un proyecto de la Feria de Ciencia que se realiza en su escuela.

Zindel, afirma en el prólogo a la edición de Bantam: "Yo sospecho que es autobiográfica, porque cada vez que veo una producción, nadie ríe y llora más duro entre el público." “Si eres un poquito diferente te tratan de exterminar”, le dice Beatriz a su hija Tillie. Sin embargo, la joven no pierde la ilusión y está convencida de la belleza que existe en la vida y sobre todo, en los átomos. Esta es la premisa de El efecto de los Rayos Gamma, para mostrar una historia llena de dolor e intensidad, pero también de esperanza.

El efecto de los rayos gamma sobre las caléndulas le otorgó a Paul Zindel el premio Pulitzer en 1971 y el Tony por parte del Círculo de Críticos de Nueva York, al año siguiente fue llevada al cine por Paul Newman.

En nuestro país, la obra se estrenó en el Teatro el Granero, el 17 de septiembre de 1970 dirigida por Nancy Cárdenas, con las actuaciones de Carmen Montejo, Angelina Peláez y Luisa Huertas, montaje que tuvo un clamoroso éxito, refrendando la consagración actoral de Carmen Montejo como primerísima actriz.

42 años luego de su estreno, la obra retornó a escenarios capitalinos, bajo la dirección de Alberto Lomnitz, interpretada por Laura Zapata, Cassandra Ciangherotti y Daniela Luján.

Buenas noches, mamá, de Marsha Norman, dirigida por Manolo Fábregas, con las memorables actuaciones de Carmen Montejo y Susana Alexander, que protagonizaron un verdadero duelo histriónico en donde el único ganador fue el público, quien salía devastado ente el intenso drama, que en 1986 se filmó para la pantalla grande, dirigida por Tom Moore con Sissy Spacek y Anne Bancroft.

Desde los primeros parlamentos anuncia la hija a la madre, su terrible decisión: “Esta noche me voy a suicidar”. Inútiles los esfuerzos de la madre por convencer a su hija de lo contrario. “Cuando uno se sube a un camión es porque este nos va a conducir a nuestro destino”, dice la hija. “Yo ya no tengo donde bajarme”. La obra, admirablemente escrita, y con maestría va guiando al púbico a un abismo de emoción, al que precipita en el último minuto, le valió a Marsha Norman el premio Pulitzer. Un drama que estruja, que hace al espectador estremecerse, y seguir la acción hacia su final tremendo sentado en el filo de la butaca. La obra tuvo una segunda, muy desafortunada producción.

En 1984 se estrenó la versión teatral de Sonata de otoño, obra del célebre cineasta Ingmar Bergman, director que nació en el teatro y que con frecuencia se manifestaba hombre de teatro en sus creaciones cinematográficas, en Sonata de otoño volvió a sus orígenes teatrales. Drama donde enfrenta el eterno problema descubierto por Freud, del amor-odio entre madres e hijas. En Sonata… ese "amor-odio" toma amplias resonancias y hondas raíces, por tratarse de una madre concertista de gran personalidad, con todo el egoísmo, el egocentrismo, la egolatría, propios de los artistas.

Carlota, la gran pianista, en lugar de externar amor maternal, es fría, ocupada de sí misma; tratando de escapar a sus deberes y a sus amores maternos. La obra muestra el enfrentamiento desgarrado que todo ser humano sueña y teme tener con la madre.

La grandeza de este drama reside en el estilo de la pieza, en sus diálogos de una fuerza dramática inusitada, en el hondo estudio de los caracteres, y en el descubrimiento de secretos anímicos poco frecuentes en las relaciones madre-hija. Bajo la dirección del entonces joven y estupendo, Salvador Garcini, Adriana Roel y Alma Muriel, lograron un admirable mano a mano.

La reina de Leenane, de Martin McDonagh, traducida y dirigida por Iona Weissberg llegó a México enfrentando a Angelina Peláez con Blanca Guerra. La obra mostró una maraña de manipulaciones, chantajes, odio, amor, gratitud, ira y locura, ante la mirada atónita del público que siente la impotencia y la asfixia de los personajes.

La trama aborda el trato entre una madre y su hija, en el que se refleja la complicación que conllevan las relaciones humanas. Si uno de los lazos primarios es con la mamá y, psicológicamente de ahí se derivan los demás vínculos, se entiende el tormento y la tortura de estas vidas patológicas y disfuncionales, y su contacto con los otros, igualmente enfermo.

Inevitablemente se tiende a tomar partido por la madre o la hija; cuestión muy personal según las vivencias del espectador.

En su primera obra teatral, El hogar de la serpiente, María Elena Aura, mostró toda la fuerza dramática que refleja una realidad indudable en la clase media baja de la vida nacional, la mujer y madre transformada en la fuerza económica del hogar.

En la obra de Aura, todos los personajes son villanos. Desde la abuela, que recurre a toda clase de traiciones, hasta destrozar a su propia hija, para conquistar el amor de sus nietos; drogadictos, ladrones e incestuosos, que emprenden el camino de la homosexualidad. La madre, aunque víctima, no deja ser culpable y responsable.

La mujer en México que hasta hace unas décadas tenía una importancia de poco valor, y sólo se hacía indispensable por su papel de madre, perdía sus atributos cuando los hijos crecían y ella perdía su juventud y su capacidad de procrear. Entonces se le presentaba otra oportunidad de recuperar su lugar de reina: el de abuela, que ocupaba el lugar de la madre, cuando ésta se veía obligada a abandonar la casa para ir a trabajar.

La autora de El hogar de la serpiente, recurrió a todas las exageraciones para dar mayor fuerza, mayor énfasis al texto y al ambiente.

La puesta en escena de 1992, de Gerard Huillier, contó con dos excelentes actrices: Rita Macedo como la abuela y Alma Muriel en el papel de la madre, donde ofrecieron escenas de verdadera pasión dramática, que sacudían y destrozaban.

Publicada en 1988, La señora Klein, de Nicholas Wright, tuvo un primer montaje en nuestro país en 1990. La señora Klein hace referencia a Melanie Klein, personaje real, de origen austriaco, que vivió entre 1882 y 1960, y significó una figura destacada dentro del campo psicoanalítico.

La señora Klein posee abundantes rasgos biográficos, adaptados a la ficción teatral, pero apegados a una visión histórica concreta. La obra se ciñe a unas pocas horas de un día de 1934, en Londres (donde han emigrado debido a la situación política derivada del ascenso de Hitler al poder), poco después de la muerte de su hijo mayor.

La trama encara los conflictos relacionales de tres mujeres, la psicoanalista, su hija y otra emigrada, desde la visión psicoanalítica que, en lugar de resolverlos, los complica hasta el infinito esterilizando cualquier posibilidad de un verdadero encuentro.

El celebrado montaje, nada complaciente de Ludwik Margules, contó con un elenco “de lujo” Ana Ofelia Murguía (la señora Klein), Margarita Sanz (la hija) y Delia Casanova.

Subir a escena los pormenores de los vínculos entre hijos y padres tiene tantos años como el teatro mismo. Los ejemplos son incontables. Aunque los conflictos se mantengan a lo largo de la historia lo cierto es que cada época reclama revisar cuestiones diferentes. Ya no hay tronos ni dinastías en pugna, pero reclamar el amor de una madre sigue siendo un asunto que le quita el sueño a muchas hijas.

A esta pequeña muestra en donde no están todas las que son pero si son todas las que están, se suma La dulzura, del gran David Olguín.

En la obra que ahora nos ocupa, La dulzura, la anécdota no podría ser más común dada su impresionante repetición en la vida diaria: una madre y una hija se enfrentan y hacen un ajuste de cuentas a partir de un tercero recientemente fallecido, el padre que estuvo ausente toda la vida.

“Quiero saber más de ese señor tan raro que fue mi padre”.

Al regresar en busca de sus orígenes, de una explicación del pasado, de un afecto que nunca tuvo cerca, la hija confronta a su madre con la palabra del muerto. La vida, con toda su extrañeza, absurdo y complejidad, sacude a dos vidas adultas que se aman y se odian.

En una noche, en el campo de batalla que La dulzura construye, el padre muerto parece instalarse como un fantasma en medio de ellas y separarlas. Entre ángeles y demonios, estas dos mujeres, como siempre, la excelente, infalible Laura Almela y dándole un replica perfecta Daphne Keller, se juegan su relación en un tiempo sin tiempo, pero también un tiempo que sigue la implacable matemática de los relojes y las palabras. Esa corporeización del miedo, de las verdades a medias, del terror a lo oculto, a lo que no ha encontrado nombre, le da a La dulzura una atmósfera de pesadilla que se debe conjurar. Hechizo, ritual, ceremonia... espacio propiciatorio para purificar con fuego. A fin de cuentas, el descenso o cruce a la otra orilla trae consigo un reencuentro con la paz interior y el perdón que solo reaparecen cuando nos reconocemos en los claroscuros del corazón.

La dulzura es un proyecto escénico que responde a la crisis económica y espiritual que rodea a los escenarios mexicanos de hoy: quiere entender la escena como un espacio privilegiado para hacer preguntas importantes sobre el comportamiento humano, afirma Olguín, a lo que añade, que la economía del proyecto, su producción, hacerlo o no hacerlo, solo dependiera del encuentro de cuatro artistas de la escena mexicana, de una batalla por recuperar las esencias de nuestro legendario oficio. Solo así, el teatro no estará bajo amenaza. Solo el teatro puede prevalecer y ser invocado desde su humanidad, desde lo esencial.



El teatro es de todos. ¡Asista!


Absolutamente recomendable.



La dulzura. de David Olguín

Dirección: David Olguín

Escenografía e iluminación: Gabriel Pascal.

Actuación: Laura Almela y Daphne Keller.

Teatro El Milagro: Milán No. 24 Col. Juárez.

Jueves y viernes 20 horas, sábado 19, domingos 18 horas. Hasta el 7 de agosto

Informes: 55 35 12 91 difusionelmilagro@gmail.com www.elmilagro.org.mx

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