3 a.m., 7 de julio de 2016. Fiestas de San Fermín. Son cinco, son La Manada. El más joven, y miembro más reciente, debe pasar por su rito de iniciación. Tras cruzarse con una chica en el centro de Pamplona, los cinco se ofrecen para acompañar a la joven hasta su coche, estacionado en la zona del soto de Lezkairu. En el camino, uno de ellos entra al portal de un edificio y llama al resto. Agarran a la joven y la meten en el portal, donde la someten a un ataque sexual grupal.
Jordi Casanovas, un dramaturgo y director que ha escrito más de cuarenta textos teatrales, retoma el brutal episodio del 7 de julio en el que los cinco hombres “en manada” cometieron la violación de la muchacha. A la manera del teatro documental iniciado en los años cincuenta (promovido por Peter Weiss), y sin duda todavía vigente, Casanovas escribió su obra a partir de las transcripciones del juicio realizado entre 2017-2019, con declaraciones de los acusados, la denunciante y los profesionales penalistas, publicadas en varios medios de comunicación. Lo más estremecedor del texto, es que Casanovas no ha inventado una sola palabra, todas corresponden a las declaraciones reales, tensiona así, realidad y ficción, de acuerdo con la poética del género narrativo de la no-ficción, lo que produce un efecto especial en la recepción. Uno de los procedimientos es el trabajo con la ambigüedad en las declaraciones de la joven, que por momentos obliga a los espectadores a desplazarse a la perspectiva machista de los abogados defensores. El teatro documental obliga a observar la realidad más allá de los modelos verosímiles: demuestra que el horror real puede superar toda imaginación.
Una ficción documental a partir de material real, demasiado real, que permite viajar dentro de la mente de víctima y victimarios. Un juicio en el que la denunciante es obligada a dar más detalles de su intimidad personal que los denunciados. Un caso que remueve el concepto de masculinidad y su relación con el sexo de nuestra sociedad. Un juicio que marca un antes y un después.
“No pedí auxilio porque no pensé que iba a suceder lo que luego sucedió”, Ana Sofía Gatica encarna su monólogo con voz quebrada y ojos acuosos. “Empecé a tener más miedo cuando me agarraron así de la mandíbula para acercarme y que le hiciera una felación”. Eduardo Tanús, Antonio Peña, Daniel Bretón, Roberto Beck, Rodrigo Virago y David Calderón León la acechan, como lobos. “Noté cómo otro me cogía de la cadera y me bajaba los leggins y el tanga. Recuerdo la presión en la mandíbula, en las caderas, y alguna que otra vez un tirón en el pelo”. Hace una pausa y el tiempo parece detenerse. “No reaccioné. Quería que todo acabara y luego irme. Me daba igual lo que pasara.”
Tras el monólogo de Ella, comienza su declaración ante el abogado de la defensa. Lo que Casanovas interpreta como una segunda violación.
En el momento en el que comienzan las relaciones, usted se encontraba, permítame la pregunta, ¿excitada?, llegó a interrogar el abogado de la defensa.
“Follándonos a una entre los 5. Jajaja. Todo lo que cuente es poco. Puta pasada de viaje. Hay vídeo”. En el libreto de Jauría también se recogen los mensajes de Whatsapp de los integrantes de La Manada en su chat.
Saber que todo lo que sale de los labios de los intérpretes fue dicho por los protagonistas del caso hace que sus palabras vibren con una fuerza extraña, con una urgencia y una verdad que pocas veces se ve en escena.
La obra incorpora el fallo del magistrado Ricardo González, quien emitió un voto discrepante de la sentencia condenatoria contra los miembros de La Manada. Según escribió, en el vídeo él apreciaba “una desinhibición total y explícitos actos sexuales en un ambiente de jolgorio y regocijo en todos ellos”.
Casanovas ha asegurado que “hay miedo a hablar de algo que está en la calle, en el día a día”, el machismo infiltrado en el ADN de nuestra sociedad, el caldo de cultivo que hace posible que cinco hombres tomen a una chica, la metan en un portal, tengan relaciones con ella y luego la dejen tirada quitándole el celular. “En ningún momento le preguntaron si se sentía agobiada, si estaba bien. Eso indica el nivel de cosificación que tienen del cuerpo de esa chica. Para ellos era un agujero en el que saciarse y se lanzan como lobos. Es una cosa que usan y a la que sólo dan órdenes. Sube, baja, chupa... Cuando se pierde la empatía de tal forma, uno se convierte en un psicópata”.
La fiscal, lo resumió así en su alegato final. “Varios varones con una mujer que en ningún momento mantiene una conducta activa. No hay una sonrisa, ni una mirada, ni una sola palabra. Eso es lo que se ve: Una mujer de rodillas, con cinco hombres rodeándole”.
Lo más devastador es presenciar cómo ellos, con tanto desenfado, simpáticos, bromistas, son capaces de abusar de una chica sin sentir un mínimo de culpa. Para el grupo, todo forma parte de la juerga. Resulta escalofriante la siniestra interpretación de Fiesta.
Ellos no creen que cometieran una atrocidad. Piensan que tuvieron sexo con una chica y que no fueron muy cuidadosos. Por supuesto, en absoluto creen que cometieran un delito y tampoco, y esa es la zona más aterradora, que estuvieran humillando a un ser humano, que lo estuvieran tratando como un objeto. Ahí está el problema y donde nos tenemos que meter para sanear la sociedad.
Algunas mujeres, muchas, hasta el día de hoy, incluso cuando opinan de ellas mismas, todavía permiten que se les trate como un objeto. Porque ha sido así históricamente durante mucho tiempo, y porque salir de ahí requiere de mucho tiempo, compromiso, amor y una alianza con el hombre.
A pesar de todo, de alguna forma, los miembros de La Manada también son víctimas. No se pierde el niño que hay en ellos, también son víctimas de lo social. Porque el machismo es una enfermedad que está en la sociedad. No es algo exclusivo de estos cinco jóvenes. Está en nuestros familiares, en personas a las que queremos y respetamos. En frases que escuchamos, miradas, actitudes. Tics que una educación machista ha dejado.
Progresistas y feministas, en momentos pueden pensar: "Esta chica por qué se besó con uno, por qué se fue con cinco hombres que no conocía". Y viene la reflexión: "¿tú nunca has estado borracho? ¿Nunca te has levantado de una cama y has dicho: En donde y con quién estoy.? Esta chica, borracha, de noche, con cinco desconocidos que la meten en un portal, con las alertas bajas que produce el alcohol... ¿cómo iba a salir de ahí?.
Esta pieza adquiere profunda significación en nuestro país, donde, lamentablemente, pese a que las autoridades proporcionen otros datos, las violaciones y femicidios son tan frecuentes, y en especial se resignifica en el contexto de los movimientos de reivindicación de la mujer y el estudio crítico de la(s) masculinidad(es) y el machismo, incluidas sus expresiones más aberrantes, como es el caso de los violadores.
Jauría muestra el horror para generar conciencia y transformar la subjetividad social, plantea también las características de una tragedia contemporánea, en la que algunos humanos se degradan a la bestialidad de los animales más salvajes (de allí el simbólico título).
Estrenada en 2019 en España, Jauría recibió el XVI Premio Cultura Contra la Violencia de Género 2019 otorgado por el Ministerio de Igualdad, por su contribución en la erradicación de la violencia contra las mujeres, el Premio Ercilla 2019 a Mejor Creación Dramática, y los Premios Max 2020 a Mejor Adaptación Teatral (Jordi Casanovas) y Mejor Espectáculo Teatral.
De la tragedia, Casanovas toma la estructura de coralidad de las declaraciones de los acusados, lo que implica un cambio de signo a la función originaria de este artificio constructivo. Si en la tragedia griega el coro asume el punto de vista público, en Jauría genera rechazo porque corresponde a los violadores. Casanovas juega así con la denuncia de que en su país (y en muchos otros del mundo) el pensamiento de una mayoría aceptada puede ser horroroso.
Ana Sofía Gatica se entrega a su personaje, que requiere un elevado desgaste emocional y se pone en el más alto nivel.
Las transcripciones literales, aunque reordenadas, por Casanovas, por ciertas, son muy dolorosas, especialmente ante el esfuerzo interpretativo de Gatica que traspasan los límites del teatro; apelan directamente a los hechos derrumbando la pared entre espectador y conciencia.
No es una historia fácil de contar, pero, en realidad, no es una historia. Estos no son personajes, son personas nacidas de un sistema patriarcal fallido. De hecho, y hubiera sido práctico y fácilmente manejable, la obra no cae en ningún elemento morboso ni tendencioso; lo que es, es lo que hay. No hay más, ni tampoco menos.
El espectador acude a un juicio teatralizado, donde, lamentablemente, no hay nada de ficción. Todo lo que sucede sobre el escenario tuvo lugar en las salas del tribunal.
Ni una palabra más, ni una palabra menos, que las que salieron de las bocas de sus protagonistas, y eso es lo que las hace tan terriblemente escalofriantes.
Escuchamos la versión de cada una de las partes, contradictorias entre sí, el efecto Rashomon, donde la subjetividad y la percepción personal se imponen a la hora de relatar un acontecimiento transportándonos de manera plenamente efectiva a cada uno de los momentos que son relatados. Las interpretaciones resultan tan verosímiles en su discurso, que provocan impulsos instantáneos de, por un lado: rechazo, odio, impotencia, indignación, y por otro: empatía, solidaridad, hermandad. Esto resulta posible no solo por las actuaciones sino también por la potencia simbólica que implica llevar a un escenario una historia real de tamaña magnitud. Nos lo creemos porque es cierto, porque pasó, y porque pasa. Porque esta historia, con otros nombres, con otras caras, en otros lugares y en distintos momentos en la línea cronológica: la escuchamos con más frecuencia de lo deseado.
Es interesante de esta obra, que los actores que interpretan tanto a la víctima como a los victimarios, son los mismos que más tarde interpretan a sus abogados defensores y jueces del Tribunal. Ella será la fiscal que haga las preguntas a los imputados, y ellos, a la víctima. Este recurso de desdoblamiento resulta muy efectivo a los fines de perpetrar, una segunda violación, esta vez, simbólica. El modo inquisitivo en que los abogados defensores de los acusados alegan su inocencia resguardándose en que la víctima no gritó, no se defendió, no dijo “no”, ni les pidió que pararen, es un claro retrato de la manera en que, no conforme con haber sido víctima de una violación conjunta, el sistema se encarga de revictimizarla una vez más.
Ellos siempre interactúan en torno a ella, la rodean, se acercan, la acechan, la vuelven a rodear. Una y otra vez.
Hay partes que resultan casi inverosímiles, como si fueran ficción. Parece increíble que alguien pueda haber dicho eso, hasta que se recuerda que es teatro documental. Escenografía minimalista, vestuario austero y actuación realista, dejan en evidencia la naturalización del abuso, la cotidianidad de los hechos y distancia que existe entre los sujetos reales y el estereotipo del violador como monstruo y la sobreviviente como mujer rota. Los intérpretes no hacen el trabajo de los espectadores, hay material lo suficientemente contundente como para que cada uno sienta lo que tenga que sentir y saque sus conclusiones. Recrear a los abusadores como personas comunes y corrientes sin ningún juicio de valor es un desafío.
Ana Sofía Gatica es la única mujer del elenco y la responsable de interpretar a una sobreviviente que decidió moverse del lugar de víctima para continuar con su vida, a pesar del castigo legal, mediático y moral que esto conlleva. Podría haber exagerado y siempre se mantiene fiel al relato. En nuestra sociedad hay víctimas más aceptadas que otras. Modos de hablar, modos de sufrir, como si hubiera que creerle a la mujer sólo cuando las cosas son de cierta manera, la que dice la prensa, la que se mediatiza, la que se cuenta. Por eso resuena tanto esta obra, por tener una denunciante con estas características.
En múltiples ocasiones, las mujeres tienen que ceder ante el deseo del otro, como si hubiera una dimensión de la mujer que estuviera obligada a soportar.
El caso de La Manada marcó un antes y un después en la concepción de la justicia para el movimiento feminista en España y en el mundo. En primera instancia, el 26 de abril de 2018 el Tribunal Supremo condenó a los acusados a nueve años de cárcel por abuso sexual con prevalimiento, pero los eximió del delito de agresión sexual por no haberse demostrado que mediara fuerza o “intimidación” para “doblegar la voluntad” de la joven. En 2019, gracias a los recursos de la defensa y la movilización del movimiento feminista, el Tribunal Supremo revisó el fallo y elevó a 15 años la pena de prisión por considerar que sí se trató de una violación.
La trama, que entrelaza los fragmentos publicados por los medios de comunicación, invita a repensar tanto el accionar revictimizador del aparato judicial como la eficacia del castigo y la posibilidad de buscar otras formas de reparación. La obra puede ser una posibilidad de rescatar el material y narrar los hechos de otra manera, evitando el amarillismo con el que los medios hegemónicos lo hacen.
Se trata de un relato escalofriante porque respeta el texto del mismo y por la voz conmovedora de los actores, que le ponen el cuerpo a los personajes y describen la crueldad y el machismo ejercido contra la víctima, tanto por parte de los acusados, como de los jueces.
Jauría no pasa inadvertida, mucho menos en este tiempo, cuando las cifras vinculadas a los delitos sexuales en general y a los femicidios en particular crecen de manera preocupante en el mundo entero. Una tragedia que no conoce fronteras.
Después de tanto tiempo escuchando hablar de ellos, ahí están ellos: José Ángel, Alfonso Jesús Cabezuelo, Jesús Escudero, Ángel Boza y Antonio Manuel Guerrero, los tenemos delante, y tocan las palmas y el compás se hace insoportable; y se ríen, y sus carcajadas se hacen bola en el esófago; y empiezan a contar su versión de lo que ocurrió aquella noche.
Lo peor es cuando se ríen de sus propias descripciones de lo que le hicieron a la joven aquella noche, horroriza constatar que ni ellos ni su defensa se plantearon siquiera que, pese a que sostenían que fue un acto sexual consensuado, les pudieran cuestionar por ello en el juicio; cuando cuentan con total naturalidad cómo se fueron a bailar y a los encierros tras robarle el móvil y dejar tirada a la víctima. No se debe olvidar que uno de ellos era militar y otro Guardia Civil en el momento de los hechos. Y que el segundo había atendido a víctimas de violencia de género estando de servicio.
El montaje, a cargo de Angélica Rogel, imprescindible el punto de vista femenino en esta obra, resuelve el debate de si fue abuso sexual en lugar de violación, consiguiendo trasladar la brutal violencia empleada sin recurrir a ninguna escena explícita.
El pasaje más purulento, impúdico y con mayor carga interpelativa para el espectador es cuando los abogados de la defensa interrogan a víctima sobre si realmente no quería estar allí, si todo ese lío que se ha montado con el juicio no sería una salida desesperada para tapar su vergüenza por haber participado libremente en una orgía, si a lo mejor el alcohol la desinhibió y ahora no se acuerda… Los mismos actores que interpretan a los violadores, ahora son los letrados. Los abogados la rodean mientras la acosan con las atropelladas preguntas con las que se suelen encontrar las víctimas de violaciones: “¿Se excitó?, ¿Dijo que no en algún momento?”, ¿Gritó, empujó, intentó huir?”, “¿Les hizo saber de alguna manera que no quería estar ahí?”.
Ella responde una y otra vez que estaba en shock, que hay partes que no recuerda, que lógicamente no era eso lo que quería aquella noche… No les bastan sus respuestas, la siguen rodeando, la acechan, las sospechas sobre su sinceridad son dagas, y ellos, manada. Así se culmina la segunda violación, la revictimización por parte de aquellos que tendrían que protegerla: el sistema policial y judicial.
No hay teatro sin contexto. Y en este caso, ese vínculo es particular y dolorosamente estrecho. La violencia de género, y especialmente la de carácter sexual, es una pandemia que parece no encontrar vacuna. Por ese motivo, las artes escénicas, que no suelen abordar estas temáticas, y menos aún en el circuito comercial, material de estas características recuerda el valor transformador del teatro.
La noticia de la violación de aquella chica en Pamplona circuló durante meses. Indignó mucho, y no solo en el lugar de los hechos, removió a España entera y es posible hasta que "sirviera" para que algo cambiara en la mente de los jueces. Ya ha pasado un tiempo, y ha habido más violaciones iguales o semejantes a aquella, la mentalidad de los cavernícolas sigue intacta y poco a poco, el consumismo de impactos ha dejado el camino abierto al olvido.
El teatro es de todos. ¡Asista!
Absolutamente recomendable. Imprescindible. Obligada.
Jauría de Jordi Casanovas.
Dirección: Angélica Rogel.
Actuación: Ana Sofía Gatica, Eduardo Tanús, Antonio Peña, Daniel Bretón, Roberto Beck, Rodrigo Virago y David Calderón León.
Foro Lucerna. Lucerna 64, Colonia Juárez, Metrobus Reforma
lunes a las 8:30pm, hasta el 16 de enero.
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